Los pinos a los lados y las mariposas revoloteando a nuestro alrededor nos
pronosticaron una buena acogida.
Un empinado
sendero que bordeaba la montaña nos presentó al valle que aguardaba paciente
nuestra llegada.
El olor a
tierra mojada, el abrazo del viento, el murmullo de los pájaros, el dulzor de
las moras y los destellos de luz entre los árboles nos transportó a otros
mundos mientras nos adentrábamos en un frondoso y húmedo bosque surgido de la
nada después de haber descendido silenciosamente la otra parte de la montaña.
Acebos,
ruscos, hiedras, líquenes y musgos nos ofrendaron con su magia mientras la voz
del rio nos susurraba sutilmente lo que acababa de acontecer unos metros más
arriba.
Desde ese
momento fue la intuición la que nos guió hasta nuestro destino. Diminutas
sendas se abrían a nuestro paso y sólo algunas nos invitaban a entrar; pero fue
de una de ellas de la que percibimos de una manera profunda su tierno aliento; una leve insinuación suya nos hizo penetrar en un reino sagrado, un
espacio lleno de silencio, donde duendes y hadas habitan juntos fusionándose
entre agua, helechos y rocas.
El caño de
una fuente natural emergía esplendoroso con el fin de saciar al sediento de
espíritu; y el gran Deva que la acompañaba y que protege el lugar esperaba
sosegado a leer la pureza de las recién llegadas; porque sólo al que llega con
la inocencia de un niño y al que posee un corazón puro Él se le presenta.
Es amoroso,
protector, un ser lleno de luz con mirada profunda. Sabio entre los sabios.
A la vuelta
con el alma repleta y después de haber brindado un apetitoso presente a toda
vida viviente, nos miramos las dos a los ojos y supimos en ese mismo momento que
el que beba de esa agua ya nunca volverá a ser el mismo, porque cada
noche y en cada sueño escuchará las risas, travesuras, cantos y danzas de todos
los seres que moran en la fuente del silencio.
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